no stan muridus lus páxarus
di nuestrus bezus/
stan muridus lus bezus/
lus páxarus volan nil verdi sulvidar/
Juan Gelman
Mi intención no es alarmarlos, pero creo que me voy a morir. Sí, se que me voy a morir y además conozco la causa de mi muerte y sus indeclinables razones. Hace meses que cuando llega la noche, siento dolores muy fuertes en la cabeza, en el interior de mi cabeza; como si me doliera la mente. Y sospecho que la punzada me enviste cuando empiezo a pensar en una sola cosa…en morir.
No es que estoy todo el día pensando en eso, pero últimamente estuve reflexionando sobre ciertas cosas referidas a ese incierto e ineludible futuro haciéndome algunas preguntas; como será ese oscuro ser que me tomará por sorpresa una tarde cualquiera. ¿Será cortés, malo, horrible, o amistoso, educado? Lo único que sé es que vendrá, me tomará de las orejas y me llevará a ningún lado porque cerraré los ojos y jamás volveré a despertar. Como las flores que caen muertas de los árboles urbanos. Ya en su estado marchito, un caminante cualquiera en su andar, coloca su zapato sobre la agonía de la flor, matándola u olvidándola después de muerta.
No creo en el cielo, ni de los humanos, ni de los animales, ni de las plantas. Cuando era un poco mas chico creía en el cielo de la música. Cuando repetí quinto grado, mi mamá, ante la vergüenza que significaba ante sus amigas del club que su hijo mayor repitiera, agarró mi guitarra y primero le rompió las cuerdas, luego arrancó el puente y mas tarde comenzó a prenderla fuego desde el mástil. Mi papá apagó el incendio cuando la llama ya le había quitado la vida. En ese momento, yo estaba jugando al fútbol con mis amigos en el pasaje primavera. Llegué y no lo podía creer. Era irreversible. La guitarra era demasiado vieja para soportar quemaduras de tercer grado. Mi padre me sentó en el borde de su cama, y para detener mis lágrimas que desbordaban cualquier río, me dijo que ya estaría en el cielo, que los difuntos músicos habían deseado la muerte de mi querida amiga, ya que allí había mucha demanda de instrumentos, sobre todo de guitarras.
Voy a morir. Y nadie puede evitarlo. Es que cuando llega la noche, mi corazón acelera su pulso a tal punto que pongo Cantata de puentes amarillos, salgo al jardín, prendo un cigarrillo y espero al mismo demonio que me venga a buscar. Eso sí, me aseguro de no perder toda la lucidez porque si me sorprende de repente, me gustaría oler por última vez el jazmín que crece en el cantero principal, y además, no creo que le moleste esperar a que termine la canción, en última instancia, le ofrecería un cigarrillo para entretenerlo.
No se si estoy todo el día pensando en ella, en la mismísima muerte, pero se que perdí demasiado tiempo especulando que era inmortal. Maldita omnipotencia juvenil que manipuló todos mis actos. Uno a esa edad cree que no solo nada puede afectar su físico, sino también, que la sabiduría es exacta por demás de las opiniones ajenas. A esa edad, uno ve a la muerte tan lejana, símbolo del espanto al fin, pero postergada por las ambiciones que uno de joven proyecta. Esos sueños que uno inventa, ilusiones que viajan en burbujas desde lo onírico hasta lo lucífero. Allí quedamos hipnotizados por las ganas de ser alguien, alguien para aquel, para otros. Entonces desviamos nuestra integridad moral y dañamos la autoestima. El tiempo en su viaje, nos demuestra cuanto nos autodestruimos al pensar que somos lo que los otros ven de nosotros. Lo que los otros quieren que seamos, o lo que creemos que los otros quieren que seamos.
Ahora la veo tan cerca, la siento tan cerca, como las primeras brisas que aparecen para avisar que la tormenta está por llegar. Tengo la certeza de que en cualquier momento voy a desvanecerme. El dolor es pasajero pero muy impetuoso. Así que, prefiero no especular demasiado; prenderé un cigarrillo, y con Blackbird de fondo, lo voy a disfrutar como jamás lo hice. Si me tengo que ir de este mundo, quiero que sea un momento radiante, original e irrepetible.
Al estar tan al límite ahora reflexiono sobre algunas cosas. Siento pena por no poder haber sido mejor tipo, o menos peor tipo, en fin, ojala que si me recuerdan, sea porque extrañan al buen asador, o al hablador insoportable que imponía temáticas demasiadas serias para la ocasión. Que recuerden aquel tipo solitario, que odiaba los velorios tanto como los noticieros de los mediodías, aquél que al fumarse un porro intelectualizaba; solo pero con el oído de las amapolas y la mirada atenta de las lechuzas, en esa soledad que uno elige imaginar por evitar compañías en otra frecuencia. Es que, al estar solo concentrando la energía de un único cuerpo humano, uno no percibe que hay otros cuerpos, otras energías, otros colores que producen aromas hermosos y placenteros. Es la soledad ideal. Es la soledad ideal encontrada en un espacio ideal.
Será que cuando uno esta al borde de la muerte recuerda cada acto de su vida con mucha precisión, pero sobre todo, aparece el remordimiento por esas decisiones que por cobardía, erróneamente eligió. La muerte en su visión menos sombría es agradable. Y eso tal vez ayude a comprender a los suicidas. Lastimarse de a poco por sentir la soledad mas hija de puta que puede existir, es absolutamente un acto de resistencia. Es soportar el dolor en una especie de competencia con el propio ser agresivo que llevamos dentro. La muerte entonces, no es más que suplicar la atención de los seres que amamos pero que muchos no lo saben, o no lo soportan. Es como un día de cumpleaños, es un día nuestro. Es el día en donde tal y tal recuerda que uno murió. ¡Pero hay tantos que se olvidan de nuestro cumpleaños! Pero la muerte tiene una dosis de misericordia bondadosa; ellos penan por nosotros, ellos sufren por nosotros, ellos se arrepienten de la mierda que fueron con nosotros.
Voy a cambiar, quiero escuchar La Maquina de Hacer Pájaros, prenderé un cigarrillo y me voy a sentar en el ventanal que da al jardín para disfrutar de la lluvia.
Tengo miedo, mas miedo que nunca. Pero no sabría si me despierta terror el hecho de amar la vida o no saber que será de mí cuando solo sea un cuerpo desvanecido, aunque siempre tuve una hipótesis que me es convincente. Me voy a descomponer como la flor que se marchita irreversiblemente. A sufrir esos zapatos en mi pecho, de esas personas que siempre me tienen olvidados. Me van a velar, mis posibles seres queridos llorarán, mis enemigos se harán los serios lamentando la noticia, pero se sonrojarán dentro suyo como símbolo de justicia divina. Espero que mis amigos me hagan caso. Les pedí que se juntaran a comer un asado y que recordaran los momentos más nuestros que hayamos vivimos juntos. Que sean los nuestros; esos pequeños momentos salpicados de complicidad y propios códigos lingüísticos, de situaciones críticas en donde al pedido de una mano, desbordaban brazos, espaldas y oídos. Y esas inagotables anécdotas que a veces atacan la integridad y hasta el orgullo de alguno de los muchachos. ¡Como nos encantaba correspondernos con silbidos o aplausos!, de eso se alimentó la amistad; desde luego.
Me voy a prender un cigarrillo y para aferrarme a mi incierto porvenir, voy a leer un poema de Juan Gelman que me encanta. Ese que con una prosa mágica y exquisita, plantea la posibilidad de un mundo en donde Dios es mujer.
Me acuerdo de mis viejos en la casita que se compraron en barrio Parque. Me pasaba todas las tardes en el patio de atrás. Era inmenso, ideal para jugar a la pelota e inventar cosas con algunas maderas, cables y herramientas de Papá. Autitos, aviones hasta con luces de colores. El jaulón lleno de pájaros. Tardes y tardes oyéndolos cantar. Jugando a reconocer cada canto, jugando a que cantaba con ellos. Una tarde se me dio por abrirles la puerta del jaulón. Todos huyeron menos el Jilgero y el Zorzal. Era temporada de lluvia, las tormentas son fuertes y dormir en los árboles es un poco arriesgado. Por eso supongo que decidieron quedarse, allí se sentían refugiados, allí recibían amor constante de unos humanos que le proveían alimento, agua y algún medicamento si lo precisaran. Pero fue muy difícil comprender como un pájaro en su instinto más puro, en su necesidad de ejercer la libertad más oriunda decide permanecer en una jaula, teniendo la posibilidad de desplegar sus alas y danzar entre las nubes.
En el medio del patio había un viejo naranjo que abastecía mi pequeña empresa. Alrededor de diez señoras conformaban la lista de mis clientas. Todas las mañanas con un cajón de madera con rueditas que había construido, pasaba casa por casa ofreciéndoles mis increíbles naranjas. Nunca me fallaban, me compraban siempre. Muchas veces algunas que no necesitaban me compraban igual. Eran señoras muy buenas y amables que lo único que no soportaban era que le jugaran con la pelota en la puerta de sus casas a la hora de la siesta.
Por suerte todo sucedió bastante tranquilo. Físicamente no sufrí casi nada. El viernes el médico me diagnosticó cáncer de pulmón, pero fue el domingo si mal no lo recuerdo…sí, fue el domingo a la tarde que decidí pegarme un tiro en el pecho. Realmente me daba pudor no optar por morir como quiero. Con el disparo, quise dejar de respirar para escuchar a mi mente escapando a otro cuerpo. Supongo que lo logré, porque recién me fui a bañar al lago y miré en el reflejo del agua y vi que tengo alas amarillas, mi pecho sin sangre es musgo y canto melodías sin parar. Ahora, solo resta hacer amigos, tal vez decida hacer un viaje; no me acuerdo quién me dijo que un grupo de los muchachos, todos cardenales amarillos, van a ir al este para huir del temporal de noviembre.